
La profecía requiere, como instrumento canalizador, de hombres seleccionados por Dios para su divulgación. No todos pueden canalizar los oráculos divinos correctamente. Cualquier hombre con capacidad intelectual podría en un momento dado proyectarse como profeta.
Muchos hombres en el pasado y en la actualidad han confundido al pueblo logrando aparentar un legítimo profetismo. Poseedores de una intelectualidad razonablemente buena se proyectan como tales, aunque es una mera proyección y no una legítima realidad. En términos generales, no constituyen profetas llamados por Dios. Pueden poseer intelectualidad y preparación académica, pero faltaría el elemento básico y fundamental para poder realmente constituirse en legítimos profetas de Dios. No se podría nunca ser profeta legítimo si no se tiene el sentido de comprensión con que el Espíritu nos dota.
Más allá de la intelectualidad y el conocimiento está lo que quiero llamar aquí el don interpretativo con el cual Dios dota al legítimo profeta. De este modo el legítimo profeta puede percibir, espiritualmente hablando, la entrelínea del mensaje. La facultad de percibir esta entrelínea es lo que lo hace obtener una idea con mucho más alcance, y así poder divulgarla con extraordinaria exactitud. Les hablo por experiencia propia. Yo soy capaz de leer la entrelínea de la idea, y hasta el día de hoy nunca me he equivocado, pues es un don de Dios con carácter de exclusividad para Sus elegidos. Mientras otros carecen de este don, a este servidor de ustedes le sobra el mismo. A la hora de llegar a unas conclusiones, puedo ampliar el específico mensaje divino, mientras que a otros se les hace muy difícil, por no decir imposible. Un ejemplo de esto es que yo puedo mirar la bilateralidad de la profecía con suma facilidad, mientras otros se limitan a la literalidad de la historia. Parecerían estos comentarios de “poca monta” o importancia, pero es importantísimo para el lector, para el estudiante y para el hombre de fe, el poder escuchar una profecía legítima que mueva a los seres de fe a entender a Dios antes que a los hombres, porque como dice el apóstol Pedro: “…nunca la profecía fue traída por voluntad humana, sino que los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo” (2 Pedro 1:21).
Puede que un hombre corra sin ser llamado y, como hemos dicho, con su capacidad intelectual y su conocimiento histórico y teológico traiga unas aportaciones con la mejor de las intenciones, e impresione e impacte, a su vez, a muchos. Sin embargo, eso no lo constituye en un legítimo profeta: “Así que no depende del que quiere, ni del que corre, sino de Dios que tiene misericordia” (Romanos 9:16).
El elemento que aquí hemos explicado, que no es otro que la asistencia del Espíritu Santo, es fundamental. Por consiguiente, lo primero que debéis hacer es aprender a distinguir al que es realmente un llamado por Dios, de aquel que ha corrido.
Para ser un profeta legítimo y especializado hemos de tener el testimonio de un llamado de Dios; hemos, además, de demostrar en el transcurso de nuestra vida las evidencias de nuestra capacidad interpretativa y los efectos en términos de los frutos de estas interpretaciones proféticas. Todas estas cosas me son características.
Fui llamado en el verano de 1967, año este en que tuve una gran visión en mi habitación en el hogar de mis padres, en Hatillo, Puerto Rico. Posteriormente comencé mi carrera de fe cristiana. Participé del legalismo adventista, donde creé un trasfondo legal que me benefició en la comprensión del Evangelio. Me constituí en predicador del Evangelio cuando aún estaba en la Iglesia Adventista del Séptimo Día, por lo que fui expulsado. Y Dios me dio la oportunidad de participar de un Movimiento conocido como El Despertar. Es cierto que en El Despertar aprendí mucha terminología evangélica, pero no es menos cierto que cuando la aprendí ya había comenzado mi lucha, pues en principio (no terminológicamente) ya yo entendía el Evangelio. Esa realidad fue lo que me costó entrar en una controversia preliminar con la Iglesia Adventista del Séptimo Día, antes de que El Despertar me ayudara a comprender más ampliamente esos conceptos. Así las cosas, puedo decir del mismo modo que proclamó el apóstol Pablo: “Mas os hago saber, hermanos, que el evangelio anunciado por mí, no es según hombre; pues yo ni lo recibí ni lo aprendí de hombre alguno, sino por revelación de Jesucristo” (Gálatas 1:11-12) y, además, como dijo mi hermano mayor a Pedro: “Entonces le respondió Jesús: Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos” (Mateo 16:17). Eso no significa que Pablo y Pedro no aprendieron de los demás hombres. No debe entenderse así, sino que la esencia de la comprensión se recibe de Dios, y se redondea con la educación de otros hombres. Yo tuve personas con las cuales aprendí; del más de ellos que aprendí fue de un querido hermano llamado Francisco Rivera Porrata (Paquito), quien con tanta disposición y responsabilidad me llevara al conocimiento terminológico de las palabras evangélicas por excelencia, Dios le bendiga dondequiera que se encuentre. Siempre te recordaremos con cariño. ¿Recuerdas cuando me dijiste en un estudio: “Hermano, a usted apenas hay que definirle las cosas, porque usted ya las conoce”?, ¿recuerdas eso?
Así que, yo venía ya de una lucha prematura con los adventistas dentro de su propia organización cuando recibí la invitación para participar de El Despertar, pero no hay duda de que el Evangelio lo recibí del Señor Jesús, en principio. Tan es así que en el transcurrir de los años y sin invocarlo, se apareció un Espíritu que habló conmigo personalmente y me dijo: “No te preocupes ni te asustes que soy tu Señor y tu hermano”; a partir de esa conversación inicial lleva siete años consistentemente diciéndome que yo soy un preexistente hijo y hermano de Él, y ha colaborado conmigo para desarrollar en mí, mediante develaciones de mi pasado, una teología escatológica por excelencia. Ha dirigido mi atención a hilvanar un fundamento extraordinario para mi fe a los fines de crear en mí la fortaleza que ha logrado crear para que yo pueda decir hoy por hoy con toda seguridad: Soy el Profeta del 2000, hijo de Dios, hermano de Jesús, y segundo y final catedrático de este mundo, conforme lo declara Apocalipsis 11. Inclusive, en varias ocasiones me ha develado mi mente, y en ese sentido no puede haber equívocos, pues me ha llevado a recordar quién era yo, y cuál fue mi medio ambiente previo a mi encarnación en este mundo presente.
Nota:
Si te preguntas por qué soy hijo de Cristo y hermano a la vez, quiero que comprendas que los vínculos angélicos son mucho más amplios y fuertes que los terráqueos. En la Escritura, por ejemplo, se le llama hermanos a los primos hermanos. En Génesis se le llama a Lot hermano de Abraham, porque se hace extensivo el nivel generacional del padre de Lot a este. Lo mismo ocurre con este servidor de ustedes y Jesucristo. Jesucristo fue mi Padre, y por ser Él hijo de Dios, me considera también hijo de Este. Por provenir de esa genealogía se me llama hijo de Dios.