
El Evangelio es lo que da sentido a la Iglesia, al ministerio y a la fe misma. El Evangelio es el mensaje central de la Escritura, y constituye el fundamento de todo el andamiaje divino para la salvación de la raza humana. Dios se ha propuesto “reunir todas las cosas en Cristo”. En Cristo (el Evangelio) todas las cosas han sido hechas nuevas, como se expresa en Segunda de Corintios 5:17: «De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas».
Cristo es, también, el representante de Dios ante el hombre. La resurrección de Cristo marca el comienzo del nuevo orden de cosas o nueva era. Todas las promesas de Dios para la Iglesia ya le han sido otorgadas de un modo representativo en Cristo, quien constituye nuestra vida de obediencia perfecta, nuestra muerte en el Calvario como pago por el pecado, y también nuestra resurrección, glorificación y vida eterna.
La Biblia, que es la Revelación Escrita, nos enseña que el Evangelio es vida eterna (Juan 6:47), y que esa vida permanece en Cristo (1 Juan 5:11) hasta que nos sea entregada personalmente en el día postrero. Podemos decir que las bendiciones extraordinarias que Dios ha otorgado al hombre en Cristo han sido dadas en forma objetiva o representativa (algo hecho fuera del creyente, en Cristo). Esas extraordinarias bendiciones nos serán otorgadas en términos subjetivos o personales al fin de los tiempos, cuando se nos entregue la corona de la vida.
El creyente vive entre dos grandes acontecimientos: el uno ya realizado en Cristo; y el otro por realizarse en nosotros. Vivimos un tiempo intermedio entre lo ya alcanzado en Cristo, y lo que habremos de alcanzar en nosotros. Ahora somos imperfectos en nosotros mismos, pero perfectos en nuestro representante; injustos en nosotros, pero justos en Cristo; propensos a enfermarnos frecuentemente, pero llenos de perfecta salud en Cristo. Pablo, aludiendo a las ya obtenidas bendiciones en Cristo, nuestro representante, nos dice:
“Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos bendijo con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo” (Efesios 1:3).
Nótese que toda nuestra riqueza está en la persona de Jesús. Cristo es la raíz o el sustento del árbol. Dice el gran apóstol: “…y si la raíz es santa, también lo son las ramas” (Romanos 11:16). Es claro que Pablo se está refiriendo, como ya hemos dicho anteriormente, a unas bendiciones alcanzadas representativamente en Cristo. Consecuentemente, Cristo nos colocó en una posición de privilegio ante Dios; como nos continúa diciendo el gran apóstol:
“según nos escogió en él antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos y sin mancha delante de él” (Efesisos 1:4).
En este modo de Dios salvarnos, no caben las “empataduras” místicas señaladas por el pentecostalismo moderno, quienes pretenden establecer que es Cristo viviendo en mi corazón lo que trae la justificación de vida. Definitivamente, eso es un principio católico de salvación y es completamente ajeno a la verdad bíblica de la “justicia por la fe”.
Aquellos que, al igual que católicos y pentecostales, están enfatizando en una transferencia de la justicia de Cristo al corazón del creyente, están pretendiendo verse a sí mismos como justos para sentirse salvados. No están viviendo por la fe ni dependiendo de Cristo realmente.
El Evangelio Eterno o la justificación de vida, consiste en que Dios consumó la salvación del hombre de un modo histórico, objetivo, universal y absoluto en la persona de Jesús. El apóstol Pablo así lo proclama: “que Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados, y nos encargó a nosotros la palabra de la reconciliación” (2 Corintios 5:19).
El glorioso Evangelio Eterno es la buena noticia de que por creer (aceptar) hemos pasado de muerte a vida. Es una salvación real y verdadera, que aun cuando no la podemos ver, como pretende el pentecostalismo, sí puede ser comprendida, aceptada y compartida. Si así lo hacemos, estaremos haciendo a Dios veraz; pero si la tergiversamos, pretendiendo verla, entonces estaremos haciendo a Dios mentiroso, como nos dice Juan: “El que cree en el Hijo de Dios, tiene el testimonio en sí mismo; el que no cree a Dios, le ha hecho mentiroso, porque no ha creído en el testimonio que Dios ha dado acerca de su Hijo. Y este es el testimonio: que Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en su Hijo” (1 Juan 5:10-11).
La entrega de esa vida ya alcanzada “en Cristo” está aparejada para que sea manifestada “en nosotros” cuando Cristo descienda con poder y gloria; veámoslo: “Porque habéis muerto, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando Cristo, vuestra vida, se manifieste, entonces vosotros también seréis manifestados con él en gloria” (Colosenses 3:3-4).
Sin embargo, en el pentecostalismo, y en otros círculos eclesiásticos también, se pretende traer lo que pertenece al plano del Nuevo Siglo a este período de tiempo que es el siglo presente; siglo este en el que hemos de vivir por la fe, como establece Pablo: “(porque por fe andamos, no por vista)” (2 Corintios 5:7). Es así —trasladando el aún no al ahora— como se pervierte la revelación de Dios por Jesucristo. Las implicaciones de esa perversión son catastróficas.
Hasta aquí, hemos establecido la objetividad del Evangelio Eterno y su carácter de realización histórica en la persona del Señor Jesús. Hemos señalado someramente la pretensión pentecostal de subjetivizarlo al pretender sustituir el Cristo histórico mediante el Cristo que, según ellos, vive en el corazón del creyente. Esta alteración del orden bíblico es el mayor desorden y escándalo que se puede realizar. Constituye para Dios un reto hoy, al igual que lo constituyó en el siglo XVI. Dios se ha propuesto conjurar ese desorden, tal cual lo hizo en los tiempos de Martín Lutero, mediante la proclamación del glorioso mensaje de la “justicia por la fe”, que es el Evangelio Eterno. Se está, por el Evangelio, derramando la luz que ha de alumbrar al mundo con su gloria: «Después de esto vi a otro ángel descender del cielo con gran poder; y la tierra fue alumbrada con su gloria» (Apocalipsis 18:1).
No podemos cerrar estos comentarios, sin antes ofrecer a ustedes unas claras evidencias que habrán de constatar lo que aquí hemos señalado en torno a la teología pentecostal: Que el énfasis de su predicación es una tergiversación bíblica, mediante la cual se ha colocado al Cristo histórico en lugares ocultos y se ha enaltecido al Cristo del corazón, a tal punto que la gloria del Señor ha sido transferida al corazón del hombre; veamos:
“…El Espíritu Santo puede dar a los pecadores un nuevo nacimiento a la gracia y el poder y hacerlos nuevas criaturas con corazones puros y vidas santificadas. La regeneración por ese Espíritu cambia todas las cosas […] pero cuando el poder de la fe entra en nuestros corazones, y por la dirección del Espíritu aceptamos la soberanía de Cristo en nuestros corazones, como guía de nuestro espíritu y piloto de nuestro destino, entonces somos hechos hijos de Dios.” (Walter A. Maier, Traducido y adaptado por M. Mergal – Tomado de una literatura titulada: “Maravilloso Poder”.)
Con la anterior cita hemos constatado la gran realidad señalada en este artículo de que en el pentecostalismo se pretende transferir —al igual que en el adventismo, catolicismo y otras— la gloria del Cristo histórico al corazón del creyente, dis que por el Cristo que vive en mí. Sin embargo, la Sagrada Palabra nos enseña todo lo contrario: que es por el Cristo objetivo e histórico por el cual hemos sido aceptados (véase Efesios 1:6). Hemos de seguir el consejo del apóstol Pablo: “ser hallado en él, no teniendo mi propia justicia, que es por la ley, sino la que es por la fe de Cristo, la justicia que es de Dios por la fe” (Filipenses 3:9).
Cuando esta disputa surge, el pentecostalismo somete el siguiente argumento: “En mí no hay nada bueno, y yo por mis propias fuerzas nada puedo hacer, pero es el poder de Cristo por su espíritu el que obra en mi corazón, y entonces sí puedo realizar las cosas que a Dios son agradables.” Ese argumento debo denunciarlo como católico; constituye, precisamente, “otro evangelio”, “el vino del furor de su fornicación”. Es eso lo que hemos señalado como “la subjetivización del Evangelio” o “la transferencia de la justicia o gloria de Cristo al creyente”. Desde el instante en que se coloca en el hombre la base o fundamento de la salvación, se está pervirtiendo el propósito de Dios en Cristo y, por ende, se está desviando al creyente del camino, la verdad y la vida.
Ser fieles al Evangelio consiste en dejar la justicia de Dios en Cristo, a los fines de que tan solo Él sea el fundamento de nuestra salvación. Es decir con Pablo: “Porque nadie puede poner otro fundamento que el que está puesto, el cual es Jesucristo” (1 Corintios 3:11). Hemos sido llamados a reposar o a descansar en este fundamento (véase Mateo 11:28); pero no a competir con él. Si descansas y dependes de lo que Él hizo para ti en la historia, serás un cristiano feliz y gozoso (Filipenses 3:1 y 3); por el contrario, si esperas ver en ti la justicia por la cual Dios te acepta, serás un cristiano temeroso y triste, carente del gozo de saberte salvado en Cristo.